No podría dejar de comentarles sobre
algunas obras de José María Arguedas. Dentro de la corta narrativa de Arguedas,
la cumbre de ésta fue su novela “Los
Ríos Profundos”, donde expone
a Ernesto un niño mestizo que viaja con su padre un abogado litigante por
diversas partes del Perú en busca de un pariente rico denominado “El viejo” con
el propósito de solicitarle trabajo y amparo. Pero al no tener éxito
reemprenden sus andanzas a lo largo de muchas ciudades y pueblos del sur
peruano. En Abancay Ernesto es matriculado como interno en un colegio
religioso, mientras su padre continúa sus viajes en busca de trabajo. Ernesto
tendrá entonces que convivir con los alumnos del internado que construyen un
microcosmos de la sociedad peruana donde priman normas crueles y violentas. Posteriormente
ya fuera de los límites del colegio, el amotinamiento de un grupo de chicheras
exigiendo el reparto de la sal, y la entrada en masa de los campesinos indios a
la ciudad que venían a pedir misa para las víctimas de la epidemia del tifo,
originará en Ernesto una profunda toma de conciencia: elegirá los valores de la
liberación en vez de la seguridad económica. Con ello culmina una fase de su
proceso de aprendizaje. La novela culmina cuando Ernesto abandona Abancay y se
dirige a una hacienda de propiedad de “El Viejo”, situada en Apurímac, a la
espera del retorno de su padre.
“Ríos Profundos” contiene en sus
páginas la descripción de una pequeña parte de la vida real de su creador,
Arguedas al igual que Ernesto tenía de padre a un abogado viajero y fue
internado en una escuela en la ciudad de Abancay, episodio que es mencionado
por el mismo:
“Mi padre no pudo encontrar nunca dónde fijar su residencia;
fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de
doscientos pueblos. (...) Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro cuando
las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los
pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.
(...) Hasta un día en que mi padre me confesó, con ademán aparentemente más
enérgico que otras veces, que nuestro peregrinaje terminaría en Abancay. (...)
Cruzábamos el Apurímac, y en los ojos azules e inocentes de mi padre vi la
expresión característica que tenían cuando el desaliento le hacía concebir la
decisión de nuevos viajes. (...) Yo estaba matriculado en el Colegio y dormía
en el internado. Comprendí que mi padre se marcharía. Después de varios años de
haber viajado juntos, yo debía quedarme; y él se iría solo.”
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